martes, 4 de diciembre de 2007

La carta certificada o la funcionaria miope

LA CARTA CERTIFICADA


Ocho de julio. Ocho y media de la mañana. Año en curso, 2005

Al salir de aquella oficina de correos, tras haber mandado la carta certificada a la Delegación Provincial de Educación, para solicitar un cambio de domiciliación bancaria, sentí un pinchazo en la garganta y un estremecimiento en el corazón a la vez que una profunda emoción y una desmesurada tristeza. Lo que se prometía una gestión sin mayor trascendencia se había convertido en un acto digno de ser grabado en el disco duro de este ordenador y en el corazón tierno de la que os habla.
Cuando llegué a la puerta de la oficina eran las ocho y veinte. No abrirían hasta las ocho y media. Allí esperaban un joven de color, una joven menudita y un señor mayor con buen aspecto, gafas y fumador. Encendió un cigarrillo para matar el tiempo, como yo. Llevaba un sobre blanco en la mano y junto a éste lo que parecía ser una servilleta de papel de bar arrugada donde llevaba apuntada una dirección. Lo supe más tarde.
A las ocho y treinta y dos minutos abrieron. El primero en entrar fue el señor mayor, seguido de la joven. Yo le cedí el paso al joven de color para mantener el orden de llegada. El primero al que tenían que atender era a mi protagonista. Le pidió cortésmente a la empleada que le rellenara el sobre a lo cual ésta se negó con vehemencia alegando que no podía hacer esperar al resto de la cola. Participé en la conversación sin haber sido invitada a ella, como suelo hacer en estos casos aún a riesgo de parecer insolente y me ofrecí a rellenárselo. El señor ya debía sentir algo de angustia. Os explico. Me miró fijamente a los ojos tratando de decirme algo. Le daba la orden a su cerebro pero éste no le respondía. Mantenía la mirada en la mía tratando de no perder la calma. Hizo un gesto con la cabeza para hacerme entender su problema. Yo, atenta a esos pequeños detalles, entendí que tenía dificultad a parte de para escribir también para hablar.
( No parecía que el problema fuera que no supiera escribir. Algo se lo impedía). Di forma oral a lo que supuse quería decirme. -¿Es ésta la dirección que hay que poner?- . De nuevo el circuito del cerebro volvía a fallarle. Asintió sin dejar de mirarme un solo segundo. Volvió a respirar profundamente para empujar su voz ante mis oídos. Esta vez sí lo consiguió. Empezó a leerme con dificultad lo que había escrito en el papel arrugado. Las letras allí impresas con bolígrafo azul eran apenas legibles. Trazos incompletos, titubeantes… Seguramente los habría escrito él con enorme esfuerzo y aplicado esmero antes de salir de casa. Se trataba de un apellido portugués que le hice que me repitiera dos veces porque su voz como su letra eran incomprensibles. Calle Santa Ángela de la Cruz número 31, código postal 41007… Nuevo bloqueo neuronal… Mál…Madriii…d, Sevi…lla, y de nuevo…Madriii…d. Y justo cuando elegí la ciudad que me pareció más convincente, Madrid, caí en la cuenta que ese código correspondía a Sevilla. Le pregunté si se trataba de Sevilla y perdiendo un poco la calma me dijo Madrid-Sevilla. Le insistí de si podía ser Sevilla y volvió a repetir lo que parecía ser un destino para comprar un billete de tren: Maaadri…d …Sevi…lla. En ese momento la empleada intervino, mirándonos de reojo y con voz seca dijo: – 41000 es de Sevilla-. Le dije que sería conveniente comprar otro sobre para evitar tachones pero ante su gesto de desesperación ante un hecho que no tenía programado realizar (salir , buscar un estanco o una papelería, abrir el sobre, cambiar la documentación… y volverse a enfrentar al hecho de encontrar a alguien que le rellenara la dirección…), se me ocurrió preguntarle a la empleada miope ( por eso de no ver más allá de su ombligo) si tenía “tipex”. Le preguntó
a un compañero y éste también con total indolencia y miope como su compañera, me lo acercó. Mientras tanto el señor me hizo gesto de que escribiera el remite. Le di la vuelta al sobre pero él me lo volvió y me señaló la parte superior izquierda.
-¿Prefiere que lo ponga ahí?-. Reiteró el gesto indicándome con el dedo índice donde quería que lo pusiera. Como por arte de magia sacó otro papelito con lo que debía ser el remite, éste escrito con letra impresa, pero muy pequeñita. Nombre y apellidos españoles. Dirección en portugués: Praça…Cogió aire y de una bocanada dejó salir el nombre de la “praça” que no tenía nada que ver con lo que allí había escrito. –“Pero aquí pone…” Nueva bocanada de aire y de tesón y volvió a repetir el mismo nombre. Cuando terminé de escribirlo se dio cuenta que se había equivocado. Lo comprendí por su mirada de desconsuelo y le propuse borrarlo aprovechando que aún tenía el típex allí cerca. Creo que no le quedaban fuerzas para decidir y para comunicarme lo que quería y abandonó. Deduzco que quiso decirme que lo importante era la dirección a la que iba dirigida y que lo mismo daba que el remitente fuera incorrecto, que estaba inquieto por hacerme perder tanto tiempo, que no podría agradecérmelo debidamente porque sus neuronas definitivamente estaban pasando de él, que vaya enfermedad ésta la que sufría y se señaló el brazo izquierdo y luego el derecho, y sus ojos no perdían de vista los míos ni los míos los de él, era nuestro puente de comunicación. ¡Cómo me gusta mirar a los ojos de las personas¡.
Sólo habían pasado quince minutos pero yo tenía prisa. Los albañiles llegarían a las nueve y aún tenía que ir al banco. Mientras se secaba el típex que tachaba Madrid para poder poner Sevilla yo hice mi gestión. Y de nuevo, momento de lucidez…”- ¿La carta la quiere usted mandar certificada?-“ Sus ojos adquirieron una luz especial, de alegría sin lugar a dudas, y asintió, feliz de que yo me hubiera dado cuenta y pudiera rellenarle el impreso dedicado a tal fin. La empleada susurró: “- ¡Menos mal que te has dado cuenta¡-“. Claro, menos mal que me había dado cuenta si no ella hubiera tenido que perder veintidós segundos de su miope vida en rellenarlo y eso hubiera supuesto la mayor tragedia del día. (Disculpen la ironía). Esto no me llevó más de veinte segundos. Me estaba empezando a sentir burbujeantemente feliz. El señor, que no había dejado de mirarme un solo instante, me transmitió con meridiana transparencia el más sincero agradecimiento con su mirada. O al menos eso recibí yo.
Al salir de aquella oficina de correos, después de haber mandado dos cartas certificadas, una a Málaga y otra a Madr… a Sevilla, las burbujas de felicidad se diluyeron en el aire plomizo de la ciudad y dieron paso a una profunda , desmesurada e inexplicable tristeza. Sentí pena por aquel señor, y el recuerdo de mi padre y esos problemas neuronales que no le hicieron perder la conciencia pero sí el dominio de su lenguaje y de sus actos me inundó e hizo que una nueva secuencia de la película de mi vida empezara a rodar acompañando el paso rápido que emprendí para llegar a tiempo a casa.


Málaga, ocho de julio de dos mil cinco

2 comentarios:

esteban dijo...

...genial...

mariló dijo...

gracias hermano. Que tengas un feliz día