sol y luna

Vuelvo a Melilla veinte años más tarde en un viaje relámpago de fin de semana con unas amigas. Vuelvo con cierta timidez y enorme respeto, pues había dejado una ciudad hermosa pero decrépita de la que guardaba entrañables recuerdos.
Quiero daros las gracias a todos los que habéis hecho posible la renovación de la ciudad, sabiendo mantener la belleza que le infundó Enrique Nieto en los años 20-30.
La primera impresión desde el avión es espectacular. Su privilegiada situación, flanqueada por una parte por el mar y por otra por las montañas de Marruecos, hacen de Melilla un enclave acogedor y nada anodino. Una interesante concentración de edificios modernistas muy bien restaurados, le dan un toque de luz y de color sólo aptos para retinas sensibles.
Y en ese escenario de belleza , luz y color surge el elemento humano, imprescindible para que el viajero se sienta como en casa. Sus habitantes, orgullosos de su ciudad, sabedores del enorme tesoro en el que habitan, se muestran deseosos de agradar al visitante. Con enorme naturalidad y esmerada educación no dudan en acompañarte al lugar que buscas y que el plano de la ciudad no consigue desvelar por más vueltas que le des del derecho y del revés. Apenas una mirada dubitativa, un gesto interrogante y aparece algún guía improvisado dispuesto no sólo a indicarte la dirección si no a completar el recorrido con interesantes propuestas.
Y también ha tenido cabida, no podía ser de otra forma, el disfrute de su comida que guarda el recuerdo de los sabores de mi infancia. Me ha sorprendido la gran cantidad, variedad y calidad de platos servidos lo mismo en bares de tapas que en lujosos restaurantes.
Será seguramente el fruto de la convivencia entre cuatro culturas diferentes lo que ha hecho de ésta una ciudad tan especial.
Animo pues a todas las personas que busquen un destino para sus próximas vacaciones o escapadas de fin de semana a visitar Melilla. No les defraudará, se lo prometo.